por David Antonio Sorbille
Cuando la palabra desafía el imperio de las sombras, el poeta renace de las cenizas del olvido. Una vez convertido en símbolo, la materia de su poesía puede arrasar con la barbarie, porque arde en el espíritu y alumbra los caminos más oscuros.
Dicen que el mito concibe a la utopía; dicen también que un poeta no es un cronista, tampoco un ilusionista, menos aun el compromiso ante la rutina o la compasión estéril; pero un poeta es un ser esencial que puede reunir en una palabra la crónica, la ilusión y el hartazgo frente a la realidad absurda e injusta.
César Vallejo priorizó la exacta dimensión de la creación poética que se vale de una realidad determinada para descifrar el universo personal y hacerlo militante: “La poesía es tono, oración verbal de la vida”.
Múltiples son los poetas que a través de la historia desarrollaron esa pasión por la construcción de palabras. Hay, entre ellos, los muy conocidos y también los que soportaron el ostracismo y el exilio. Una y otra vez, nos hemos enterado de los miles de trabajadores, estudiantes, e intelectuales que permanecen en la lista de desaparecidos de la última dictadura cívico militar: en Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Francisco Urondo, Roberto Santoro, Miguel Angel Bustos…
Pensemos, entonces, en Alberto Szpunberg, que nos habla del “eterno rostro de niño inocente, pícaro, sufrido” de su amigo Miguel Angel Bustos, cuya ficha biográfica nos dice que había nacido el 31 de agosto de 1932 en la Ciudad de Buenos Aires y era el primero de cuatro hermanos. Concluye sus estudios secundarios en el Colegio “Nuestra Señora de Guadalupe”. Se especializa en el estudio de idiomas y cursa hasta el tercer año en la Facultad de Filosofía y Letras.
Dedicado con fervor a la literatura por influencia de su abuelo materno, publica en 1957, el libro de poemas “Cuatro murales” y, en 1959, “Corazón de piel afuera”, con prólogo de Juan Gelman. A partir de 1960 inicia un extenso viaje por el norte del país que se extiende a Brasil, Bolivia y Perú. De regreso en Buenos Aires es internado en el neuropsiquiátrico “Borda” donde conoce a Jacobo Fijman, el autor de “Molino rojo”.
En 1965 publica “Fragmentos fantásticos” y descubre en el dibujo una pasión tan importante como su poesía.
Conoce a Leopoldo Marechal, su verdadero maestro, quien en 1967 le prologa “Visión de los hijos del mal”, obteniendo en 1968 el segundo Premio Municipal de Poesía. Resulta, para Miguel Angel, una etapa de reconocimiento que lo acompaña y disipa anteriores penas y delirios. Conoce a la artista plástica Iris Alba, quien se convertiría en su mujer.
En 1969 obtiene una beca del Fondo Nacional de las Artes con la cual publica “El Himalaya o la moral de los pájaros”, y confirma la célebre frase de Rimbaud: “El poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desorden de todos los sentidos”. En 1970 se dedica al periodismo como crítico literario, escribiendo para varios diarios y revistas, y sus lecturas compartidas en varias tertulias con sus pares incluyen textos de Baudelaire, Apollinaire, Yeats, Pound, Artaud, Eliot, García Lorca, Vallejo y otros.
En 1972 nace su único hijo y es el momento en que su inspiración poética se transforma en militante. Había llegado el tiempo de soñar y existía un marcado interés social de la juventud. Era el tiempo de creer en que la pregonada imaginación tomara el poder.
Sin embargo, Miguel Angel Bustos, entró en la tragedia de la historia como víctima de un grupo de tareas que lo detuvo en su vivienda de parque Chacabuco. Era el 31 de mayo de 1976, en que se consumó su desaparición como la de tantos otros por la impunidad de los tiranos que se habían apoderado de la vida y la muerte en nuestra patria.
Pero, retornemos al comienzo, en que habíamos expresado que la palabra puede desafiar a las sombras, y es entonces, que se produce el reencuentro con Miguel Angel, con su pureza de estar vivo, con el momento de madurez del poema, con sus viajes recorriendo la tradición del altiplano que lo reconoce “desnudo, brutal, oscuramente humano”, como si estuviera prediciendo su futuro.
“Mi patria muda/Oh mi tierra no quiero que estés sola/pero qué hago con mi ángel de la muerte”.
Leopoldo Marechal lo llamó “el místico salvaje”, y en la antología de la Poesía Nueva Latinoamericana, el escritor y amigo Manuel Ruano lo definió: “Un caso milagroso, quizás, en las letras argentinas. Admirador de las grandes catedrales góticas del arte que desafían a la razón y provocan a la inteligencia”.
Miguel Angel expresó que: “El temblor del hombre es una profecía”, y su obra poética explica el silencio, le pone voces, nos arrulla con sus versos y contempla la cumbre de las montañas porque: “Es una altura de vientos que sangra en la tierra”.
Su visión coincide con la rebeldía y el dilema, es decir, la esencia misma de la condición humana. En su mensaje está presente la figura y el impulso, aquello que nos deslumbra y nos inquieta, la imaginaria línea que separa la virtud del dolor.
El camino trazado por su poesía nos da alas para continuar, porque su experiencia luminosa nos marca la huella. Dijo Miguel Angel Bustos: “Escribe mientras sea posible. Escribe cuando sea imposible. Ama el silencio”.